Hay días en los que la idea de un viaje aparece sin avisar. Uno continúa con la rutina, revisa correos, atiende llamadas y, de pronto, la mente se escapa hacia una playa lejana, una plaza antigua o una estación de tren que todavía no conoce. Esa imagen regresa con una calma insistente, como si buscara abrir una rendija por donde entrar. No se presenta con urgencia. Se instala con paciencia y, al hacerlo, deja claro que algo dentro de uno empezó a moverse.
Con los años he entendido que esa insistencia responde a lo que uno vive en ese momento. Después de semanas densas surge el deseo de un horizonte amplio, de un mar que permita caminar sin presión. En épocas de decisiones importantes aparecen ciudades donde una librería ordena el ánimo y un museo abre un respiro que ayuda a pensar mejor. En etapas de cansancio profundo se asoman pueblos pequeños, con plazas silenciosas y rostros familiares, donde el tiempo se acomoda de forma más amable.
Cada estado interior dibuja su propio paisaje. Esa inclinación suele nacer de señales discretas. Alguien menciona una costa donde pasó días tranquilos, y uno siente que necesita algo parecido. Un libro describe una ciudad de invierno, y esa imagen coincide con lo que la vida pide en ese instante. Una fotografía antigua de un mercado o de una estación provoca una nostalgia que no tiene explicación inmediata.
Se trata de imitar historias ajenas, de reconocer cuándo un lugar coincide con la etapa que se transita. Cuando llega el momento de partir, el viaje confirma o ajusta lo que intuíamos. Algunas costas ordenan el pensamiento desde la primera mañana, cuando el viento despeja lo que venía acumulado. Hay ciudades que sostienen el ánimo con su ritmo constante, esas donde basta una caminata nocturna para recuperar claridad.
Existen pueblos donde la calma se instala con naturalidad y donde una conversación breve deja una frase que acompaña todo el día. El viaje empieza a hacer su trabajo sin grandes gestos, a través de impresiones sencillas que se repiten con suavidad. En esos días lejos de casa uno comprende por qué ese destino insistía en aparecer. El aire parece más liviano que en la ciudad de origen, o el silencio tiene una textura que invita a escucharlo.
Una caminata devuelve orden. Una charla breve con alguien del mercado ofrece una perspectiva inesperada. Un trayecto en autobús regala horas de pensamiento sin interrupciones, como si la ruta estuviera hecha para que algunas ideas encontraran su forma final. El paisaje funciona como espejo y refugio a la vez, y ayuda a colocar cada pieza donde corresponde. El regreso confirma la intuición inicial.
La vida continúa con su ritmo habitual, pero algo cambió en la forma de mirarla. El viaje no resolvió todo. Acomodó prioridades. Ajustó el ánimo. Dejó una claridad que no estaba antes. A veces basta recordar la luz de aquella tarde frente al mar, la mesa junto a la ventana de aquel café o el olor a lluvia en una calle empedrada para recuperar ese estado de orden silencioso que uno había encontrado lejos de casa. Tal vez eso es lo esencial de viajar en ciertos momentos.
No ir hacia cualquier sitio, sino hacia el lugar que acompaña lo que la vida pide. Cada etapa tiene su geografía posible, y cada geografía ofrece una manera distinta de avanzar. Las señales aparecen sin estridencias. Escucharlas es el primer paso. Todo lo que viene después es consecuencia de haber reconocido a tiempo hacia dónde quería moverse la propia historia.
ERNESTO MÉNDEZ CHIARI
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